A veces la gloria es tan efímera como el aplauso de una tribuna vacía. Helmunt Levy, quien alguna vez fue llamado “glorioso” por nadar en las aguas del éxito en los años 70, hoy nada solo, contra corriente, en un mar de frustraciones y nostalgias que él mismo ha agitado.
Participó en dos Juegos Olímpicos —Montreal 1976 y Moscú 1980 —, ganó suramericanos, dejó récords que aún sobreviven en alguna planilla olvidada. Pero en su tierra, Ibagué, lo que sobrevive de él no es el legado deportivo, sino la amargura con la que se ha dedicado a juzgar desde lejos, desde Atlanta, en Estados Unidos, donde lleva más de 25 años.
Levy quería que las piscinas olímpicas de la calle 42 —recién reconstruidas tras una década de abandono— llevaran su nombre. Nadie lo propuso. Nadie lo mencionó. Y eso lo devastó. Aunque no lo diga, se le nota.
Ahora, como un exiliado del reconocimiento, vocifera desde redes sociales con rabia e ironía. En uno de sus recientes posts, tacha de corruptos a todos los gobiernos que pasaron por la obra, y se lamenta porque el elevador no sirve para discapacitados, como si desde el otro lado del mundo aún tuviera autoridad moral o siquiera cercanía con las luchas locales.
No hay duda de que fue un gran nadador. Nadie lo discute. Pero la misma intensidad que lo llevó a dominar piscinas parece haberlo devorado por dentro. Sus amigos de antes —porque ya no le quedan muchos— lo describen como un hombre brillante, pero insoportable. “Nadie se lo aguanta. Ni siquiera él mismo”, dice uno. Se peleó con su familia, con su cuñado, el reconocido comunicador Jaime Lizarralde, con la Cámara de Comercio, con medio mundo. Su vida parece una larga lista de enemistades, muchas de ellas inútiles.
Tiene una escuela de natación en Atlanta, donde vive como gurú de sus propios logros pasados. Dice que Colombia no lo valoró, pero tampoco se quedó a pelearla. Se fue, y desde entonces, su deporte ha seguido sin él. Mientras en Ibagué otros levantan nuevas generaciones de nadadores, Levy sigue recordando que “nadie ha hecho lo que él hizo”. Como si el tiempo no pasara. Como si la nostalgia le diera razón.
Su lenguaje altisonante, casi mesiánico, da pistas de una mente atrapada en una burbuja de sí mismo. En uno de sus videos, habla desde Israel con tono de rabino autodidacta, mezclando calendarios hebreos con oraciones por el ejército israelí, mientras lanza indirectas envenenadas sobre la “profanación del sábado”.
Habla de paz, pero destila guerra. De espiritualidad, pero suelta resentimiento. Es un showman del olvido, un predicador que nadie escucha, una voz que grita desde la sombra esperando que alguien le diga: “Te recordamos”. Pero nadie lo hace.
En vez de construir puentes con los nuevos deportistas, Levy decidió prenderles fuego. Nunca ha reconocido una obra buena, nunca ha celebrado a un nuevo talento, nunca ha tendido la mano. Lo suyo no es sumar, sino restar. Ve el bosque y se obsesiona con la hoja caída. Critica desde la distancia sin aportar una solución. Porque lo suyo no es cambiar el mundo, sino castigar al mundo por haberlo olvidado.
Helmunt Levy no da rabia, sino lástima. Lástima por ese hombre que lo tuvo todo para ser leyenda y terminó siendo una gloria empolvada, olvidada. Un personaje que pudo inspirar, pero eligió amargar. Un campeón que quiso unas piscinas con su nombre, pero que se ahogó en su propio ego.
A veces, el olvido no es injusticia. A veces, el olvido es castigo. Y no lo olvidaron por error. Lo olvidaron a propósito. Porque cuando el ego se vuelve más grande que el legado, la memoria se apaga sola.